Al final de los tiempos, lo que permanece de los pueblos no es su riqueza ni su poderío militar, sino su culturaFoto: Voyovoy

Al final de los tiempos, lo que permanece de los pueblos no es su riqueza ni su poderío militar, sino su cultura. Esa frase, que he repetido con frecuencia, resume siglos de historia. Basta mirar las ruinas de Roma, las pirámides de Egipto o los códices mesoamericanos: las estructuras políticas desaparecieron, pero sus ideas, creencias y expresiones artísticas siguen hablándonos. La cultura es la huella más resistente del ser humano en la historia.

En turismo solemos hablar de atractivos, experiencias, rutas o servicios, pero olvidamos que lo que realmente atrae al viajero es una forma de vida que se expresa a través de la comida, la música, la lengua, la arquitectura, la memoria. No viajamos para ver cosas: viajamos para encontrarnos con una historia viva.

Los pueblos que no tejen cultura —que no generan, preservan ni comparten lo que los hace únicos— corren el riesgo de desaparecer. Porque sin símbolos que los representen, sin narrativas que los expliquen y sin valores que los sostengan, se diluyen en el anonimato global. Una comunidad sin cultura es como un cuerpo sin alma.

Tejer cultura, además, no es tarea de especialistas. Es una responsabilidad compartida: del maestro que enseña una danza, del cocinero que defiende una receta, del guía que narra con pasión, del artesano que repite un patrón ancestral, del gobierno que protege, del ciudadano que valora. Todos somos parte del telar.

Por eso, el turismo cultural no es una actividad secundaria: es una estrategia de supervivencia. Promover el patrimonio, dignificar las tradiciones, abrir espacios a la creación contemporánea, y mostrarle al mundo lo que somos no es nostalgia, es visión.

Porque cuando todo lo demás se ha ido, lo que queda es la cultura.

Viajemos juntos.

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