Cuando el Popocatépetl despertó en 1994, los científicos mexicanos buscaron personas del lugar para que fueran sus ojos sobre el terreno. Uno de ellos fue Nefi de Aquino, un campesino entonces en sus cuarentas, que sabía fotografía y vivía junto al volcán. Desde entonces su vida cambió.

En unos años se convirtió en policía estatal pero con un trabajo muy concreto: mantener su vista puesta en el Popocatépetl y reportar todo a los académicos. De Aquino lleva 23 años tomando fotos diarias al Popo, como lo llaman cariñosamente los mexicanos, y casi tres décadas «cuidándolo», como él dice.

Cientos de pobladores, generalmente campesinos muy humildes, colaboran de una manera u otra con los investigadores en el monitoreo del volcán permitiendo que instalen aparatos en sus tierras, recogiendo muestras de ceniza y dando testimonio de lo que observan y de lo que les contaron sus antepasados.

El hombre de 70 años enjuto y de voz ronca detuvo su patrulla el martes al anochecer junto al cementerio de Santiago Xalitzintla, uno de sus puntos de observación privilegiados. A sus pies, su pueblo. De frente, a 23 kilómetros, el volcán.

Como esa noche el Popo estaba tranquilo, De Aquino se marchó enseguida. Antes movió su dedo con rapidez para mostrar los chats de su teléfono: autoridades, científicos, investigadores a los que ha mandado fotografías en la última semana, cuando el volcán incrementó su actividad, las autoridades elevaron el nivel de alerta y los ojos del mundo se posaron en el coloso de 5.424 metros de altura situado a 70 kilómetros de la capital y en cuyo radio de eventual afectación viven 25 millones de personas.

La actividad en el Popo, con su cumbre a ratos incandescente, decreció hacia el final de la semana, indicó Protección Civil el viernes.

La vida de este campesino, que con 27 años emigró ilegalmente a Estados Unidos y estuvo tres años trabajando en una empacadora de Utah, cambió radicalmente en 1994 cuando el Popocatépetl despertó y alguien le dijo que lo buscaba «la autoridad».

Estaba temeroso de presentarse ante la policía, pero finalmente lo hizo. Recordó que el interrogatorio fue breve y que al principio no entendía nada: «¿Sabes leer? Sí. ¿Escribir? Sí. ¿Manejas, tienes licencia? Sí. Ah caray, este sirve'».

Le dijeron que buscaban gente para cuidar el volcán y De Aquino, entonces de 41 años, tenía ventajas sobre los demás. Parecía serio, había completado sus estudios preuniversitarios y durante su estancia en Estados Unidos había aprendido fotografía. Su primera foto del Popo la había tomado justo ese año en diciembre, cuando comenzó a despertar.

Le ofrecieron ir a unos cursos en el Centro Nacional de Prevención de Desastres (CENAPRED) y él aceptó. En esa institución es donde se «empapó del volcán»: le explicaron todas sus características, su comportamiento. «Aprendí mucho».

Primero trabajó de forma voluntaria y por eso estuvo a punto de renunciar. La opción que le recomendaron para recibir un salario fue acudir a la Academia de Policía para ser contratado formalmente como un agente estatal de Puebla.

Compensar a las personas que colaboran con los investigadores, a veces con trabajos duros e importantes, no es sencillo.

Carlos Valdés, un investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México y exjefe del Cenapred puso un ejemplo: cuando se instaló el sistema de monitoreo sísmico, la persona clave fue un alpinista local ya fallecido que sabía por dónde ir, qué zonas no transitar o en qué lugares no poner instrumentos porque eran sagrados para las comunidades indígenas.

La forma de ayudarlo, explicó, fue «que se compraran llantas a su jeep, que le arreglaran el vehículo, le conseguíamos chamarras… difícilmente se les puede pagar».

Esta colaboración ha permitido que los pobladores estén más sensibilizados con cuestiones científicas y que los académicos sean más conscientes de las necesidades y percepciones locales, apuntó a AP Paulino Alonso, un técnico de trabajo de campo del Cenapred. «Un aparato nunca te va a hablar de la percepción humana del peligro».

De Aquino fue y sigue siendo un agente peculiar: casi siempre recorre solo los caminos de montaña, fotografiando al volcán. En el parabrisas de la patrulla policial hay una carpeta con muchas de esas fotos impresas. Otras corren por las redes sociales. Alguien lo ayuda con eso, reconoció.

Comenzó a monitorearlo de forma más exhaustiva en el año 2000, cuando la actividad se incrementó, las autoridades decretaron la alerta roja y miles de personas fueron evacuadas. El Popo sí le dio miedo ese año, admitió.

«Me dieron unas cámaras, una patrulla y unos binoculares y todos los días tenía que mandar tres fotos: una en la mañana, una a mediodía y una en la noche».

Esa labor es la que sigue realizando hasta ahora y miles de fotografías se acumulan en su rancho, una casa de madera y adobe en la ladera del Popo donde vive solo, cultiva algunos árboles frutales y maíz y cuida un puñado de borregos y gallinas.

De Aquino ha ayudado en algunas evacuaciones, mantiene informada a la población para evitar el nerviosismo y, en algún momento de crisis, llegó a convertir su casa en «albergue para los soldados, los policías, todos los de gobierno».

Incluso ha sobrevolado el cráter, la primera vez con miedo. «Se ve toda la base… cómo prende, cómo saca humo».

Ahora, a pesar de tener edad para jubilarse, sigue activo como el volcán.

«Lo que he aprendido de él es que mientras se esté quieto no hace nada, pero cuando se enoja sí se pone loco».

Vía Proceso

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